Hubo una vez un invierno tan frío que las nubes que encumbraban la montaña se hicieron todas nieve.
El río bebió alud de deshielo hasta convertir su caer en derramarse, su cascada en cauce, su paseo en trayecto.
En la primera luna menguante de la primavera, una noche sin viento, las puntas de sus dedos alcanzaron la orilla del mar.
Al primer roce lo estremeció la tibieza del agua, la constancia en la ola, el cobre, plata y oro de su capa... y no pudo dejar de contemplarlo.
Al mar, la sorpresa de un yo dulce ante el espejo de arena le creció estampidas de espuma empujada desde la sima por un latido hondo, de volcán que se despierta tras siglos de sueño mecido en corrientes.
Por toda la costa los pescadores oyeron al agua hablar de amor en todas sus lenguas.
Antes del verano, un nuevo delta en forma de media luna era el lecho de un romance líquido.
El río arrastró hasta su sur cada tesoro. Las hojas de robles y hayas traídas desde el bosque, el mar las montó a lomos y aprendió a pintar sin sol su lienzo azul con verdes, amarillos y marrones. Con los bolos de la pizarra, granito y arcilla, alzó castillos en su fondo y jugó con los peces a esconderse y encontrarse. El arrullo que le traía el río, lo guardó en conchas junto a sus caracolas.
Agradecido, en una ola suave y larga, el mar regaló al río un beso salado. Pasó la noche soñando con las cosas que con su sal haría el río. Con el sabor de cada piedra y cada hoja que a la sazón descubriría. Con las estatuas blancas que esculpirían sus arroyos, con las flores que haría flotar su agua ahora densa...
Pero al alba, la sal del mar estaba toda en el delta. El río apenas la probó, solo sabía arrastrar sus aguas cauce abajo, pero nada, ni la sal tan ligera, tan mínima, podía remontarlo.
Con el corazón roto, el mar pidió a la luna una marea que recogiera su orilla hasta más allá de la playa.
El río lloró lagos de agua dulce cuando vio marcharse al mar, pero no comprendió nunca que no es amor sino dádiva la generosidad del que no sabe recibir.
El río bebió alud de deshielo hasta convertir su caer en derramarse, su cascada en cauce, su paseo en trayecto.
En la primera luna menguante de la primavera, una noche sin viento, las puntas de sus dedos alcanzaron la orilla del mar.
Al primer roce lo estremeció la tibieza del agua, la constancia en la ola, el cobre, plata y oro de su capa... y no pudo dejar de contemplarlo.
Al mar, la sorpresa de un yo dulce ante el espejo de arena le creció estampidas de espuma empujada desde la sima por un latido hondo, de volcán que se despierta tras siglos de sueño mecido en corrientes.
Por toda la costa los pescadores oyeron al agua hablar de amor en todas sus lenguas.
Antes del verano, un nuevo delta en forma de media luna era el lecho de un romance líquido.
El río arrastró hasta su sur cada tesoro. Las hojas de robles y hayas traídas desde el bosque, el mar las montó a lomos y aprendió a pintar sin sol su lienzo azul con verdes, amarillos y marrones. Con los bolos de la pizarra, granito y arcilla, alzó castillos en su fondo y jugó con los peces a esconderse y encontrarse. El arrullo que le traía el río, lo guardó en conchas junto a sus caracolas.
Agradecido, en una ola suave y larga, el mar regaló al río un beso salado. Pasó la noche soñando con las cosas que con su sal haría el río. Con el sabor de cada piedra y cada hoja que a la sazón descubriría. Con las estatuas blancas que esculpirían sus arroyos, con las flores que haría flotar su agua ahora densa...
Pero al alba, la sal del mar estaba toda en el delta. El río apenas la probó, solo sabía arrastrar sus aguas cauce abajo, pero nada, ni la sal tan ligera, tan mínima, podía remontarlo.
Con el corazón roto, el mar pidió a la luna una marea que recogiera su orilla hasta más allá de la playa.
El río lloró lagos de agua dulce cuando vio marcharse al mar, pero no comprendió nunca que no es amor sino dádiva la generosidad del que no sabe recibir.