Campo (santo) de sonoras


Perdida la cuenta de las muertes en mi área sensible metropolitana, (esa que te queda a un golpe de metro emocional, que no en tu misma parada, que de esas hay bien pocas de momento, y lo agradezco) me sigue costando encontrar la palabra adecuada para el dueño de la pérdida. Me sabe más a obligada que a adecuada, y hablar por obligación en mi mapa sale cerca del hablar banalidades. Total, que no voy nunca a velatorios, y rara vez a otros ritos del deceso. 
El problema es que, en la búsqueda de una salida por el foro en estas situaciones tan cotidianas y tan poco bien resueltas cristianamente hablando, se me da mejor dar el bésame que el pésame. Y como de niña (cuando aun sabía ser niña a todas horas) leí un cuento que decía que los besos se dan siempre, que no hay momento ni persona ni lugar en que no estén bien los besos, y me creí el cuento, pues incluso en los entierros a los que voy por teléfono se me escapa la oclusiva sonora donde debió ir la sorda. 
Y a las sonoras les duele tanto ser el árbol desplomado cuando no hay nadie en el bosque que se les escapa todo el aire y mueren suave, por muy oclusivas que sean. 
Por eso estos días me ausento del área sensible para ir a regar mi huerto de oclusivas, a ver si me suenan alto y llegan frescas al centro.