La queja

Sentada frente a mí, con los brazos cruzados y la mirada fija en la mía. 
No se mueve, y yo corro a un lado y a otro, pero su poder omnipresente la mantiene siempre justo allí donde pongo el horizonte. 
Sin dejar el trajín de lavadoras, despertadores, conversaciones y vino, cada diez segundos me detengo a reponer el esparadrapo que le mantiene la boca cerrada.
Y cada vez, como Sísifo, sé que en 10 segundos habrá que callarla de nuevo.
Resisto en el combate eterno, pero fallarán las fuerzas algún día, y no he encontrado la forma de callarle el pensamiento, ese que se cuela en mi oído interno y que solo la música muy alta, el baile descalza, la risa muy fuerte, los besos cuando los hay o el llanto desesperado logran silenciar. 
Así es mi queja.
Rehén y raptora al mismo tiempo. 
Cañón y bala. 
Consuelo o detonante dependiendo del día y la hora.
Pregunta siempre. 
Respuesta cuando se pierden los papeles. 
Que no reviente el precinto que la contiene. 
Que no hable más fuerte que lo justo para que solo yo, a veces, la oiga.

Porque si se hace oír más allá de la puerta del sótano, volverá a teñirlo todo de morado. Aniquilará los sueños imposibles, doblegará la inconsecuente voluntad de cumplirlos, romperá el despertador y la lavadora, se adueñará de la conversación, derramará el vino, y no habrá esparadrapo capaz de volverla a callar.