Dos que no se encuentran

Ella.
La madera de las barricas irlandesas, raspando garganta abajo, se ha cruzado con una polilla de colores. Jugaban al pilla pilla en el estómago horizontal cuando el alba ha traído de vuelta el sueño. El aleteo se contagia cuerpo arriba, llega a los labios, y a los dedos, y a una región cerebral que por error debió abandonar un día el lado izquierdo del pecho. El organismo entero busca alegremente el origen de la música que lo ha puesto en danza. Un pecadillo asesino de gatos tira y tira hacia arriba de las debiluchas pestañas y se abren unos ojos forrados de espejo. El periscopio del alma se queda posado en dos bolas de miel que ya solo son recuerdo. Pierden las alas las mariposas en un baile furioso entre la amargura de la bilis, el terciopelo del cielo de la boca, el tinte rosa que cubre el horizonte, los violines del este y las partículas de sal marina que flotan en suspensión acuática.

Él.
Quién sabe en qué punto ha perdido el corazón. Lo más seguro es que lo dejara en su cama tibia, dormido al arrullo de lo sabido. Parecía que la razón había perdido el pulso pero recuperó la victoria al borde del abismo, y a esta hora en que el alba borra los besos no dados ya se ha hecho dueña de sus manos, de su boca y casi casi de sus ojos. Seguirá guiñando el izquierdo a la posibilidad, pero solo porque la sabe sobradamente imposible. Como el buen poeta que es de día, arrastrará con el resto, se tirará el farol de la voz que el viento se lleva y firmará con tinta china otro plazo a crédito con el púdico destino escogido. El contrato quedará manchado con una polilla aplastada sobre el borde, de un manotazo, pero a quién le importa un borrón. Esta vez pierde el versero maldito, gana el funambulista que avanza viendo la red bajo sus pies. Le regala a la corista un roce tan breve que muere antes de tocarla y se despide en cada saludo futuro.