Siguen pasando los días,
grises,
con sus noches blancas y negras.
Pasan a la velocidad de los rumores,
con zancadas que siguen el ritmo inalcanzable del olvido.
No queda color, sólo destellos,
y a duras penas los retiene la retina pegada a las lentillas del presente.
No hay pasado más allá de ahora,
y el futuro anhelado muere a cada amanecer.
El despertador anuncia la hora de seguir
en lugar de entonar el himno del inicio.
Y al final,
se alarga el día a pesar del cielo apagado.
Enciendo una vela sobre el papel en blanco,
pero ya no queda cera.
Ya no queda tinta.
Y se cuela una sombra fugaz,
un milisegundo antes del fundido en negro,
sobre la página vacía
la almohada árida,
la sábana fría, casi húmeda,
el espumillón apolillado y los villancicos de fondo.