una vida pétrea

Érase una vez una montaña de granito. Vivía mirando las nubes. Le crecía algún arbusto, aromático, de los que resisten las heladas y los sofocos, entre las grietas. Y algún cardo, algún cactus y un pino retorcido con una voluntad de ébano. Se paseaba por los salientes estrechos y terroríficos un macho cabrío negro y enjuto, perdido de un antiquísimo, olvidado, rebaño. Debía ser un cabritillo cuando el pastor no se atrevió a recuperarlo del precipicio en el que se había atrevido a husmear la bestia inconsciente.

A la montaña le gustaba el viento. A falta de una fauna o una flora más abundantes que le removieran la tierra, el viento del norte era el único que le hacía cosquillas con su tacto, por sorpresa, en fuertes ráfagas. La montaña reía a carcajadas con aquél único roce que, a su brusco modo, la acariciaba dos meses al año. Le fue sacudiendo la tierrecilla de entre los bloques, la gravilla desgastada, y luego trozos más grandes que se iban desgarrando del macizo. Y así, año tras año, la montaña fue aprendiendo a sentir las cosas que le hacía el viento, ahora más fuerte, ahora más suave. Se hizo amiga del viento y aprendió a dejarse modelar las aristas.

Un día, de esos en los que el viento se huracanaba sin mirar lo que arrastraba en su juego, un gran bloque de granito se desprendió de la montaña. Era un bloque gris, nacido muy cerca de las raíces del pino tozudo. Había vivido eternamente viendo crecer aquél pino, orgulloso de ser su suelo, su tutor y su alimento. Y, precisamente por culpa de las raíces del pino, había sufrido una grieta profunda en su base. El roto por el que se colaba el agua de la lluvia sin miramientos cedió aquél día al huracán y el pedazo resquebrajado de granito se desprendió completamente, llevándose consigo al pino, que murió en una lentísima agonía de hambre, sed y ahogo a los pies de la montaña. El trozo desprendido lo observó desde su inmovilidad. Día tras día contempló cómo se podrían las hojas, las ramas, el tronco retorcido que había crecido jugando a parecerse a las cosas que nadie había visto. El pedazo de mineral, huérfano ya para siempre de su montaña, se apenó mucho con la lenta desaparición del pino, y continuó quieto, concentrado en sentir los brotes de hierba que crecían y morían a cámara lenta entre el suelo de arena fina sobre el que había quedado pesadamente posado y sus aristas cortantes.

Siglos más tarde, un viento nuevo, que corría parejo al contorno del suelo en los valles, pilló dormido al pedazo roto de la montaña de granito, y lo empujó a golpes un millar o dos de metros, siguiendo la levísima pendiente de la tierra y dejándolo desorientado y muerto de miedo en la ribera de un río seco. La piedra se llevó un susto tan grante que la impresión la tuvo en alerta durante meses, pero acabó por ceder al tiempo y la quietud, una vez más, y aprendió a sentirse orgullosa de su solidez, su forma y su peso. Sin embargo, la calma del mineral caído no duró siempre, ni siquiera mucho. Después de semanas entrenido escuchando el crujido del hielo a su alrededor, volvió a notar templarse el tiempo y un torrente gigantesco de agua gélida arroyó la ribera y arrastró por sopresa al trozo perdido, que también perdió, en el constante revolcarse de aquel trance, el norte, el sur, el este y el oeste, quedando desorientado para siempre. Vivió una o dos eternidades revolviéndose, girando, golpeando a otras piedras que el río arrastraba en su fuga desbandada y permanente. Sólo se atrevía a apretar los párpados cerrados para evitar el mareo del contínuo dar vueltas y tumbos, hasta que una noche se calmó el agua hecha laguna y, después de un tiempo prudencial, se decidió a volver a abrir los ojos. Tenía el contorno entumecido, dolorido, y le costó un tiempo larguísimo recuperar el tacto en su superficie. Fue entones cuando se dio cuenta de que su cuerpo, que recordaba divertidamente irregular, peligrosamente puntiagudo y cortante, había quedado convertido en un vulgar sí pero no de amorfas protuberancias. La decepción se apoderó de la piedra, que decidió no volver a prestar atención a su perímetro y concentrarse en su centro inquebrantable. El tiempo, ya casi inexistente tras tantas eternidades, llevó a la piedra a dejarse llevar por las corrientes del fondo acuático, avanzando en zig zag, sin prisa y sin pausa.

Fue durante una invisible puesta de sol que la piedra no pudo evitar, a pesar de su esforzada concentración del pensamiento hacia el interior de sí misma, captar algo nuevo en el roce del agua. En su lento avance había sido conducida a un hogar líquido distinto. Descubrió el sabor. Descubrió la sal. Y cayó vencida por la nueva sensación. Al principio, el cosquilleo del paso de los diminutos cristales salados chocando contra ella le resultó agradable. Pero cada vez había más cristales, y más grandes, y la fricción constante volvió a doblegar su forma comiéndose lentísimamente las protuberancias. La erosión acabó por borrarle cualquier asomo de personalidad a la forma. El dolor llegó a un clímax insoportable el día en que la arista de una joven piedra vecina se precipitó sobre su último saliente. Durante una milésima de instante el viejo guijarro desgarrado se sintió liso, y una milésima después dejó de sentir. Su contorno había quedado completamente gris, sin una sombra ni un brillo. La materia, en cualquier estado, pasaba por su lado sin dejar huella ni afectarse. La piedra había aprendido a no sentir.

Esta mañana, una niña de coletas rubias atabiada con un gorrito rojo y embadurnada en crema solar se ha llevado la piedra en su cubito de playa. Quizá la haya salvado de desaparecer sin conciencia, micra a micra, uniformemente desgastada. La piedra ya había muerto de insensibilidad antes de que el par ojos del color y la fuerza del mar se enamorasen de su perfecta redondez.